Carlos de la Peña. In memoriam
Carlos de la Peña. In memoriam
Por Sotero Amador
Algo se muere en el alma
Soy poco original, lo sé, pero no encuentro otro título mejor para describir lo que siento en estos momentos porque, como dice la famosa sevillana, “Algo se muere en el alma cuando un amigo se va.....”
Conocí a Carlos en las aulas del CEF.- hace más de cuarenta años. Poco después, tras aprobar su oposición, se fue destinado a Tenerife. De allí volvió ya casado con María Adela con la que compartió hasta el último minuto de su vida.
Carlos era el más joven de un grupo de amigos y profesores en el centro, donde había preparado su entrada en la Administración, de ahí que le llamábamos muchas veces entre nosotros “Carlitos”. Él era siempre “el más”. El más joven, pero también el profesor más valorado, el más hábil asesor, el más currante cuando tocaba, pero también el más juerguista y el más irónico y mordaz en sus bromas llenas de retranca gallega, pero, sobre todo, y por encima de todo, Carlos era el más generoso. Y no lo digo por su generosidad con temas económicos, que también, sino por el tiempo que ha sido capaz de regalarnos durante todos estos años.
Siendo ya un brillante abogado fiscalista, cada vez que le he pedido un consejo fiscal no solo para mí, sino para un amigo mío al que no conocía de nada o para un amigo de mi hijo con problemas con el fisco, Carlos se imbuía en el asunto las horas que hiciera falta, fines de semana incluidos, estudiando el caso para buscar la mejor solución posible, que casi siempre era imaginativa, exprimiendo los recovecos de la norma hasta donde fuera posible.
- ¿Cuánto es tu minuta?
- Nada
- A los amigos no les cobro.
- Pero hombre, tu amigo soy yo, pero éste no.
Esta conversación se ha repetido unas cuantas veces en nuestros años de dilatada amistad. Pero no era cierta del todo. El cuñado del primo de mi amigo se había convertido en una figura que él cultivaba mucho: “el cliente-amigo”
Se implicaba tanto en los asuntos que, tras quedar un domingo por la mañana en su despacho, y un par de días más a las diez de la noche, generalmente en un bar tras una clase de IVA, para revisar alguna cuestión del recurso cuyo plazo de presentación vencía al día siguiente, ya ese cliente era un amigo más.
Mi padre, cuando ya sabía que le quedaba poco tiempo, me decía que la muerte no existe. Tenía, entre sus muchos libros y recortes de prensa, subrayado un texto de Oswaldo Guayasamín, artista ecuatoriano de origen quechua, que aunque no es literal dice algo muy parecido a lo que sigue:
“La muerte no existe. Todos somos como un planeta de maíz. Cae en la tierra un grano de maíz, desde ahí surge la planta, se vuelve una mazorca. Luego vuelve a caer otro grano de maíz en la tierra. Y esto es infinito. La muerte no existe”
He conocido tres generaciones de la familia De la Peña, que son ya cuatro con la hija de pocos meses de su hijo “Car”, como solía llamarle su padre. De él tengo grabada su cara de felicidad cuando el día de su primera comunión en el ya lejano 1998, le regaló su padre unas entradas para una final de la Copa de Europa de fútbol que se jugaba pocos días después. Sus hijos Adela y Alfredo completan la tercera generación. Pero también conocí a Don Carlos, el padre, que tras jubilarse como general del ejército se dedicó a hacer programas informáticos y ayudar a su hijo en su despacho profesional. Memorable aquella comida en el restaurante Órdago para celebrar el cobro de un trabajo.
- ¿Qué quiere comer, don Carlos?
- Creo que lo mejor será un repaso a toda la carta.
- Así sea.
Sin embargo, yo no estoy de acuerdo con mi padre. Lo siento papá, pero en esto no. La muerte existe y es muy triste y dolorosa. Lo estamos viviendo muy de cerca estos días en Madrid, y en todo el mundo, con la cantidad de personas que el maldito coronavirus se está llevando por delante, solas en una cama de hospital. Al menos Carlos ha muerto rodeado de su familia que ha estado allí al pie del cañón todos los meses de su enfermedad.
Pero hay algo incluso mucho peor que la muerte y es no haber podido vivir. Y eso sí que sí. Carlos vivió intensamente, se comió la vida a mordiscos, disfrutó y disfrutamos muchos momentos de felicidad. En Madrid y en Galicia, a la que estaba unido por ascendencia materna. Esos paseos y esos baños en la playa de Barreiros, esas comidas con sobremesas interminables, esas jornadas de pesca con los hijos, esos fines de semana en la sierra. Y esas jornadas maratonianas de trabajo incluso durante las vacaciones, empezadas a horas muy tempranas de la mañana. Disfrutaba trabajando, dando clases de impuestos o preparando una complicada declaración fiscal. Ha vivido mucho, no muchos años porque, una vez más, ha sido “el más” joven del grupo en irse. En estos momentos el dolor no me deja disfrutar el recuerdo de todos esos momentos, pero estoy seguro de que lo lograré, lo lograremos todos.
Pero la vida sigue, no sigue igual, pero sigue. Hasta siempre, amigo.